HENRIQUE CYMERMAN Rosh Haain. Corresponsal
Turistas belgas y francesas caminan entre tanques, ayer durante una parada de descanso en una zona cercana a la frontera de Gaza
Itai Eyal, de 18 años, terminó el bachillerato hace un mes como uno de los mejores alumnos del colegio; destacaba en la construcción de robots y enmúsica, y era un chico querido por todos sus compañeros. Su abuelo fue uno de los fundadores de las Fuerzas Aéreas de Israel, en los tiempos en que estas contaban con tres aviones. En cientos de ocasiones tuvo que arriesgar su vida, a veces tirando bombas con sus propias manos sobre los seis ejércitos árabes que atacaron el recién fundado Estado de Israel. Itai rememora que entonces eran sólo 600.000 judíos; muchos, supervivientes de los campos de exterminio.
“Entró en la mili hace seis meses y ya está en la guerra; ni en mis peores sueños me imaginé algo así”
En los primeros años de vida de Itai, la paz con los palestinos y con el mundo árabe parecía factible, a la vuelta de la esquina; pero cuando entró en el colegio ya los suicidas de Hamas atentaban en los autobuses y los centros comerciales de todo el país. Itai vio cómo de repente los trabajadores palestinos de nacionalidad israelí del poblado vecino de Kfar Kassem desaparecían de su ciudad, convirtiéndose la carretera en una frontera invisible entre los dos pueblos.
Ayer a las siete de la mañana, Itai llegó al centro de reclutamiento para empezar un servicio militar obligatorio de tres años. Eligió hacerlo en la unidad de tanques, sorprendiendo a toda su familia. “Tengo más los pies en la tierra”, explicaba a sus amigos que se acercaron el sábado a su casa en Rosh Haain, un barrio residencial de nivel medio-alto al norte de Tel Aviv, para despedirle. Durante la velada, él tocó la guitarra como un maestro y les decía que no se preocuparan; “ya os daré la lata cuando venga el fin de semana”, bromeaba.
Algunos de los que le rodeaban volvían de dos semanas de guerra en Gaza. Uno tenía heridas en la cara y en la mano, y todos ofrecían el aspecto de alguien mucho mayor que cualquier joven occidental de su edad. Una chica está en el curso de pilotos de combate. Otro joven, Amir, sopesa negarse a servir en Gaza o Cisjordania; sus amigos, aunque no están de acuerdo con él, le respetan.
La madre de Itai, Sigal, recuerda que cuando nació todos la tranquilizaron: “No te preocupes, cuando llegue a los 18 años ya no habrá guerras”. Delante de su hijo, Sigal, dueña de una escuela de baile, habla con serenidad, pero cuando él se va no puede evitar las lágrimas. Una de sus amigas, Einat, tiene a su hijo de 18 años rastreando dentro de Gaza en la unidad de paracaidistas. “Entró en la mili hace seis meses y ya está en la guerra. Ni en mis peores sueños me imaginé algo así. Me ha llamado y me ha dicho: ‘No te preocupes, mamá, nos cuidamos lo que podemos. Lo único que añoro es una ducha, porque hace mucho calor’”.
La hermana de Itai, Gal, de 23 años, estudia Ciencias de la Comunicación en la Universidad Sapir, muy cerca de la frontera de Gaza. Gal es activista a favor de la paz y miembro de las juventudes del partido centrista Yesh Atid. “Siempre había escuchado que caían cohetes en el sur de Israel, pero desde que estudio allí entiendo de verdad a lo que se refieren. Llevan 14 años así, padeciendo todos los días proyectiles lanzados desde Gaza y escuchando la sirena. Uno nunca se acostumbra. No te puedes duchar tranquilamente… Tendrías que ver cómo llegamos al refugio a veces”. Y añade: “Hamas no nos quiere aquí. Quiere que nos vayamos de nuestro país”.
“Sabemos que ayudaste al Papa a organizar una oración por la paz, pero ¿crees realmente que la paz con Hamas es posible?”, me comentaban algunos de los jóvenes. Einat, la madre del paracaidista en Gaza, reconoce que su gran terror es que a mitad de la noche llegue la unidad que informa de la muerte de soldados, compuesta por una oficial, un psicólogo y un médico. “Les pedí a mis otros hijos, que son mayores, que duerman conmigo, porque no quiero estar sola si algo tan terrible ocurre”.
Todos hablaban del drama de Varda Pomerantz; durante años hizo carrera militar como jefa de la unidad que anuncia la muerte de un soldado a sus padres. Recientemente decidió retirarse porque ya no podía más; el desgaste emocional era enorme. Lo que nadie imaginó es que un día ella recibiría esa noticia. Su hijo estaba, junto a seis compañeros, en el carro blindado alcanzado el domingo pasado por un misil.
En su última carta, el hijo, Daniel, escribió: “No sé lo que se dice en una situación como esta. Si me estáis leyendo, es señal de que he terminado mi carrera. Pero al menos he luchado con honor y es importante que sepáis que he sido muy feliz. He tenido los hermanos y los padres más increíbles. Decirles a los compañeros que lucharon conmigo que también les quiero”.